A cerca de un quinquenio de la firma del Acuerdo para la terminación del conflicto y la construcción de un paz estable y duradera, suscrito entre el Estado colombiano y la guerrilla de las FARC-EP el 24 de noviembre de 2016, se ha comprobado lo que era previsible desde un comienzo: su materialización ha estado atravesada por una intensa disputa, que lo ha llevado por un camino en el que, por una parte, se han observado distorsiones frente a su diseño original, modificaciones unilaterales, cumplimientos parciales, incumplimientos, simulaciones, y una marcada tendencia a la consumación de la perfidia –expresada en la pretensión de hacerlo trizas– en algunos de sus componentes principales. Y por la otra, al mismo tiempo, algunos logros significativos pero limitados junto con una mayor aprehensión social que lo ha llevado a ser incorporado en las aspiraciones de amplios sectores de la sociedad colombiana, particularmente de aquellos que se han expresado recientemente en la rebelión social que se ha vivido en Colombia tras el paro nacional del 28 de abril de 2021.
En todo caso, debe afirmarse que –vistos de conjunto y en su integralidad– la mayoría de los propósitos y disposiciones principales democratizadores y transformadores de la realidad social contenidas en el Acuerdo pueden considerarse aplazados o pospuestos. Sin dejar de considerar los aún no completamente perceptibles efectos políticos y culturales asociados con la indiscutible redefinición en curso del campo político y el realinderamiento de los proyectos (políticos) de sociedad ya elaborados o en trance de formulación, que se encuentran en un momentum histórico en el que no se advierte todavía una trayectoria consolidada del proceso político y social en el mediano y largo plazo.